Monday, June 15, 2020

¿Quién expropia a quién? / Por Gastón Fabian



Si usted es lector o lectora de los diarios Clarín y La Nación, un día se desayunará que vivimos bajo una despiadada dictadura comunista. Primero, “la cuarentena más larga del mundo”. Y ahora, como de la nada, ¡regresó el “exprópiese” chavista! “Millones” de ciudadanos y ciudadanas impregnados por los valores de los “padres fundadores” y entrenados en el “cumplimiento de las leyes”, arden de indignación. En el relato de la “Argentina oficial” esto significa lo siguiente: se terminó el “albertismo” y comenzó el “kirchnerismo”. O peor: nunca hubo albertismo, pues los populistas son “incorregibles”.

De repente, parece que se desata la paranoia y que en cada hogar hay alguien temblando, mientras imagina cómo el gobierno se quedará con sus ahorros o le confiscará su pequeño comercio. Porque claro, en un país donde la propiedad privada es sagrada, ¿a quién se le puede ocurrir expropiar lo que es de otro sino al “incivilizado” peronismo? Para las “personas decentes”, si la cuarentena ya representaba un abuso injustificado de autoridad (restricción de libertades civiles, “¿acaso no tengo derecho a hacer lo que YO quiero?”), el anuncio del Poder Ejecutivo de intervenir el grupo Vicentín y mandar al Congreso una ley de expropiación confirma todas sus sospechas.

Contra este relato enfurecido debemos, al menos, plantear algunas preguntas incómodas. En nuestro vocabulario, “expropiar” es una mala palabra, una palabra que roza lo “criminal” (lo “comunista”). Pero, ¿nos hemos interrogado quién expropia a quién? No es necesario saber al dedillo el capítulo XXIV de El Capital de Marx para darse cuenta de que el capitalismo se basa en la expropiación de los productores (trabajadores). Basta con conocer superficialmente la historia de nuestro propio país. Es cierto que la Constitución Argentina reconoce el derecho a la propiedad privada (definido como “inviolable”). Juan Bautista Alberdi, su principal ideólogo, argumentó que el texto de 1853 fue pensado y diseñado como una constitución para el capital, en un momento en que la llegada de inversiones extranjeras se presentaba como vital para el desarrollo nacional y la consolidación del Estado. Es evidente que hay un claro desfasaje entre la realidad descripta y prescrita en la Constitución hoy vigente (1853 + las sucesivas incorporaciones, en especial la reforma de 1994) y nuestra propia actualidad. Pero incluso esa misma norma fundamental habilita la posibilidad de expropiar si es por motivo de utilidad pública y con ley del Congreso.

Como la interpretación de las leyes no es una ciencia exacta, los constitucionalistas debaten acaloradamente si el procedimiento tomado por el gobierno respeta las garantías jurídicas o si, por el contrario, se trata de una atrocidad. No es nuestra intención aquí meternos en la “fina discusión” de los juristas. Para ellos, por supuesto, no hay nada más importante que las “formas”. Porque las “formas”, en definitiva, determinan lo que se “puede” y lo que “no se puede” hacer. Entonces, un problema político concreto, como la falta de soberanía alimentaria o el riesgo de que un grupo empresario clave quede en manos del capital extranjero, acaba siendo reducido a un trámite burocrático. ¡Escándalo! ¿Cómo va a intervenir el Poder Ejecutivo Vicentín sin sentencia judicial?

¿No fue abierto ya un concurso de acreedores? ¿No hay que esperar a que el juez correspondiente resuelva el caso?

La lectura política, no supeditada a los interminables tiempos judiciales, es otra. En primer lugar, nos encontramos en medio de un estado de excepción, provocado por la pandemia y la crisis mundial que ella desató. Los efectos sobre la economía son letales y es una obviedad que sin la intervención del Estado todo se iría a pique rápidamente. Ahora bien, dibujado el panorama, cuando nos remitimos a la situación de Vicentín, salta a la vista que no podía ser sensata ninguna otra decisión que no fuera la de expropiar el grupo. Y aun así, existen muchas probabilidades de que la ley acabe siendo truncada en la Cámara de Diputados, donde la “cosa” estará reñida de principio a fin. ¿Por qué tanta alarma entre los liberales argentinos? ¿Acaso los gobiernos liberales de muchos países no han estatizado sectores estratégicos de la economía en contextos parecidos o en este mismo? Y valga la aclaración de que Vicentín, hoy por hoy, no es una corporación acaudalada o híperpudiente, sino que se halla al borde de la quiebra. Casualmente su principal acreedor es el Banco Nación. Nuestros liberales deberían elevar sus quejas a Javier González Fraga y toda la gestión macrista, por habilitar créditos ostentosos y sin justificación a una empresa que no estaba en condiciones de devolverlos. Insólitamente, ¡fue el macrismo el que estatizó Vicentín!


Claro que los defensores del statu quo sacan de la galera toda clase de artimañas para poner en la mira la decisión presidencial. “Si el Estado quiere recuperar lo que prestó, ¡que siga la vía judicial!”. “Se puede intervenir transitoriamente sin expropiar. ¡De lo contrario habrá que pagar una indemnización como la que se le abonó a Repsol!”. “El Estado debería ayudar a la empresa a levantarse sin quedarse con la administración de sus negocios”. En resumen: para que un grupo de capitales nacionales no sea absorbido por capitales extranjeros, lo que nuestros liberales proponen es salvarlo con dinero público pero dejándolo en manos privadas. O sea, socializar las pérdidas (que las pagarán los tan benditos contribuyentes, a los que los liberales siempre invocan pero nunca protegen) y mantener la forma capitalista de la ganancia. No se puede imaginar un fraude mayor. Sin mencionar la hipocresía de que, cuando las papas queman, los empresarios acuden a “papá” Estado para que los rescate, pero cuando el Estado socorre a los sectores populares, los estigmatizan gritando “¡planeros!” a los cuatro vientos.


Como hoy el Estado paga la mitad de los sueldos de muchísimas empresas privadas, se empieza a agitar el fantasma de que, con el precedente de Vicentín, luego buscará quedarse con jugosos paquetes accionarios de tales compañías. Que los liberales deliren tranquilos. Lo que nos debe interesar es discutir en qué país queremos vivir. Es moralmente inaceptable que si producimos alimentos para 400 millones de personas haya compatriotas pasando hambre. Ahí tenemos el “éxito” del libre mercado, del mercado desregulado, para el que todo se distribuye de acuerdo con lo que le reporta más beneficio al empresario y no en base al bien común. Si el Ministerio de Desarrollo Social quiere comprar comida y las empresas del sector se niegan a venderle a los precios fijados, especulando con el hambre de la población, entonces hay un problema concreto que resolver. El fetichismo de las formas se preocupa demasiado por la “seguridad jurídica” y casi nada por la seguridad alimentaria de nuestra gente. Pero claro, son los mismos que durante el siglo pasado se mostraron partidarios de los golpes militares para dirimir distintas crisis políticas. Extraño “constitucionalismo” el suyo. O no: todas las dictaduras fueron instauradas en nombre de la Constitución y su sacrosanto derecho a la propiedad privada.

Si nuestros liberales leyeran a Hannah Arendt (no les pedimos que lean el Manifiesto Comunista) entenderían que lo que pone en riesgo la propiedad privada no es el “Estado goloso” sino la acumulación ilimitada de riqueza que promueve el mismo capitalismo (basado en la apropiación privada de la producción social). ¿No se llama “expropiación” lo que hacen los bancos, los terratenientes, las inmobiliarias o las empresas de servicios públicos? ¿O eso vale porque son las “leyes” del mercado? ¿Nos sensibilizamos cuando pierden los ricos y no cuando familias enteras quedan en la calle o son despojadas de todo lo que tienen? ¿No deberíamos reconsiderar nuestras prioridades?

El arte del estadista consiste en tomar decisiones acertadas según los momentos. Expropiar el grupo Vicentín ni cerca está de ser una locura o un capricho. Es un indicio de prudencia, porque le permite al Estado hacerse de instrumentos y resortes sin los cuales sería incapaz de solucionar muchos de los problemas que le competen. De más está decir que se trata de una corporación ensuciada por maniobras ilegales (e interesada por ocultar sus libros comerciales), que recibió sumas escandalosas como recompensa por haber aportado millones a la campaña macrista. Pero independientemente de ello, en un contexto como el actual, donde los mecanismos de mercado solo agravan y profundizan la crisis (que no se mide en números, sino en personas que sufren), el Estado tiene la responsabilidad política de disciplinar a las élites y evitar que su avaricia destruya a la sociedad por completo. No hay ahí peligro de ninguna “deriva comunista”. La hipótesis comunista es otra discusión, que en algún momento habrá que dar. Aquí el Estado, simplemente, funciona como lo que los marxistas denominaron “capitalista colectivo ideal”. Como los capitalistas individuales atentan contra la misma estabilidad del capitalismo como sistema, el Estado se ocupa de representarlos a todos y, con mirada de conjunto, decide lo que le conviene a la economía en general y no a un empresario en particular. Por lo pronto, con el frente externo bajo amenaza (reestructuración de la deuda, depresión del comercio y de las inversiones extranjeras, crisis global), resulta imprescindible que el Estado “ordene las cosas en casa”. Y para ello, es estratégico contar con un mayor poder de regulación en el mercado de los alimentos, que además de darle de comer a nuestra gente es una fuente de divisas insustituible. Avanzar por esa senda implicará, mínimamente, preguntarnos qué significa expropiar. Y quién viene expropiando a quién.

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